Antes de que podamos entender qué es la (
e)Participación, o Participación Electrónica, necesitamos saber bien en qué consiste la participación ciudadana, a secas. En este módulo analizamos la participación ciudadana tal y como se la ha conocido a lo largo del siglo XX, explorando sus características más notables, sus modalidades, sus herramientas y las problemáticas que lleva asociadas. A partir del análisis detallado de la experiencia del Presupuesto Participativo de Fortaleza (Brasil) se muestra cómo la participación ciudadana exhibe una naturaleza fundamentalmente contradictoria y dialógica. Caracterizaremos así, pictóricamente, a la participación ciudadana como un barco que fue botado a la mar con errores de materiales, de diseño y de fabricación, con el resultado de que constantemente se le abren vías de agua en algunas de sus estancias vitales. Un barco que, no obstante, navega rumbo hacia la isla de Jamáitaca, allá en el horizonte, mientras se repara a sí mismo y, en el proceso, hace avanzar consigo a nuestras sociedades y sistemas políticos.
1. PARTICIPACIÓN CIUDADANA DEL SIGLO XX
"Si la libertad y la igualdad, como se asegura, se encuentran principalmente en la democracia, habrán de obtenerse en su forma más pura cuando todas las personas participen al máximo del gobierno" (Aristóteles, Política, ~335 adC.)
La noción de participación ciudadana hace referencia a una nueva forma de institucionalización de las relaciones políticas que se basa en una mayor implicación de los ciudadanos y sus asociaciones cívicas tanto en la formulación como en la ejecución y el control de las políticas públicas. Por lo general, este enfoque busca dar respuesta a una creciente demanda de transparencia en la gestión pública por parte de una ciudadanía que desea, cada vez más, ser informada, ser consultada e incluso "ser parte" de aquellas decisiones que más le afectan. Desde la perspectiva de los gobernantes, la implicación de los ciudadanos en los procesos de gobernanza favorece que, especialmente en el ámbito local, se puedan tomar decisiones mejores y más informadas, y que se desarrollen políticas públicas que podrán contar, de cara a su implementación, con la complicidad y la colaboración de los propios colectivos ciudadanos. Se espera, asimismo, que la participación ciudadana contribuya a generar una mayor confianza en el gobierno y en las instituciones políticas y democráticas en general (Brugué
et al. 2003).
En este curso consideraremos que la participación ciudadana incluye
todas las actividades que los ciudadanos realizan voluntariamente –ya sea a modo individual o a través de sus colectivos y asociaciones– con la intención de influir directa o indirectamente en las políticas públicas y en las decisiones de los distintos niveles del sistema político y administrativo (Font et al. 2006; Kaase 1992). Es ésta una definición muy amplia, pues engloba actos tan diversos como la votación en las elecciones municipales, el envío de sugerencias a una oficina gubernamental, la asistencia a una manifestación o incluso la creación de un nuevo partido político. Para poder analizar la participación municipal en mayor detalle, conviene por tanto que prestemos atención a sus distintas tipologías.
La que hemos denominado
participación autónoma se refiere, en cambio, a una participación que surge "desde abajo": es la ciudadanía la que, ya sea a título personal o a través de sus asociaciones, y sin que medie una convocatoria o autorización desde las instituciones públicas, plantea a las autoridades sus demandas y propuestas. Lo hace, además, en aquellos términos que se estiman oportunos, que podrán exhibir un carácter más colaborativo o más beligerante según cuál sea el contexto en que acontezcan. Su importancia es mayúscula, pues este tipo de acción ciudadana, ejercida a través de sus propias asociaciones y de los movimientos sociales. puede tener una importancia y efectos mayores que los de la participación realizada a través de procesos formales (Gaventa et al. 2010). El mayor problema de este tipo de participación proviene de su carácter informal y de la escasez de recursos financieros y humanos que caracterizan a sus impulsores y que la hacen poco sustentable: se activa normalmente como reacción ante un problema grave y raras veces consigue mantenerse activa hasta su resolución.
Volviendo a la participación administrativa, ésta
presenta un carácter orgánico cuando los participantes han de integrarse en organismos públicos especiales, como consejos o comisiones. Estos organismos participativos tienen la función de orientar las políticas públicas y poseen atribuciones de tipo decisorio, consultivo o de control. De ellos forman parte, por lo general, tanto cargos políticos y administrativos como representantes de los colectivos cívicos –y en su caso, también empresariales– vinculados a la temática de que se ocupe el organismo en cuestión. La participación administrativa tiene, por contra, un carácter procedimental cuando lo que se habilita son mecanismos y procedimientos que permiten a los ciudadanos elevar sus opiniones y que éstas sean consideradas de cara a alguna decisión, sin que sea precisa su integración en un organismo público. Si dichos mecanismos se utilizan de manera esporádica –ya sea porque su uso se subordine a los intereses del liderazgo político-administrativo o porque precisen de la iniciativa de los ciudadanos para ponerse en marcha– se los considera de tipo ocasional. Serán, en cambio, de tipo regular cuando deban acompañar reglamentariamente ciertos actos político-administrativos y, por tanto, se apliquen de forma continuada o al menos con cierta periodicidad.
Finalmente, los denominados
procesos participativos especiales se caracterizan por combinar elementos orgánicos y procedimentales. Son convocados por el gobierno, con carácter excepcional, y tanto su objeto como su nivel de complejidad varían enormemente, pudiendo abarcar desde una modesta consulta ciudadana para la reforma de una plaza, a espacios complejos y altamente institucionalizados como las asambleas deliberativas de unos Presupuestos Participativos. Cada proceso participativo especial requerirá, como veremos en el apartado 3, de un marco metodológico específico y adaptado a sus objetivos y al contexto en que se desarrolle.
Todas estas clasificaciones pueden resultar confusas para un lector poco familiarizado con la participación municipal, pero a medida que vayamos avanzando en nuestro análisis y presentemos ejemplos de mecanismos participativos, se percibirá la conveniencia de disponer de un marco conceptual como éste, que nos permita integrar e interpretar los múltiples formatos de participación que han venido usándose hasta ahora, y así poder percatarnos de la importancia que en los próximos años adquirirán.
2. HERRAMIENTAS Y MÉTODOS PARTICIPATIVOS
"La vida es contradictoria y la realidad diversa" (Eduardo Galeano, Espejos, 2008)
Como consecuencia del interés generado alrededor de las políticas participativas, en las últimas décadas del siglo XX se multiplicaron por todo el mundo las experiencias de participación municipal. Así, se han ido progresivamente incorporando a los ordenamientos municipales nuevos instrumentos participativos de carácter tanto procedimental como orgánico. Por el lado de la
participación procedimental, se reforzaron instrumentos como las audiencias públicas, las peticiones, las iniciativas vecinales y otros mecanismos de democracia semi-directa. De manera similar, por el lado de la participación orgánica, se instituyeron y afianzaron organismos participativos que facilitan el diálogo entre las administraciones públicas y la sociedad civil, extendiéndose su uso a nuevos ámbitos tanto desde una perspectiva territorial –el caso de los consejos de barrio y las juntas de distrito– como temática –consejos de salud o de juventud–. Adicionalmente, las administraciones públicas vienen haciendo un uso creciente de métodos y herramientas, en muchos casos inspirados desde el ámbito de la mercadotecnia, que les permiten conocer la opinión de sus ciudadanos sobre un asunto específico, e incluso trabajar junto a ellos para el diseño y mejora de las políticas públicas. Rowe et al. (2005) identifican más de cien de estos métodos en su intento de elaboración de una tipología de mecanismos de participación pública.
Pero donde sin duda más se ha innovado en las últimas décadas ha sido en el desarrollo de mecanismos y herramientas con los que articular los que denominamos
procesos participativos especiales. Un ejemplo
paradigmático de este tipo de mecanismos lo constituyen los denominados "Presupuestos Participativos", un proceso a través del cual los ciudadanos, individualmente o por medio de sus organizaciones cívicas, pueden contribuir de forma voluntaria y constante en la toma de decisiones sobre el presupuesto municipal, a través de una serie de reuniones anuales con las autoridades gubernamentales (Goldfrank 2006). Introducidos por primera vez en 1989 en la ciudad brasileña de Porto Alegre, su uso se ha ido extendiendo hasta alcanzar en la actualidad a cientos de ciudades de los cinco continentes (Shah 2007). Su metodología y procedimientos, por supuesto, han debido adaptarse a los diferentes entornos donde operan, hasta el punto de que ya es posible diferenciar entre muy distintas variedades de "presupuestos participativos" (Ganuza Fernández
et al. 2008; Sintomer et al. 2007). En su formato original, que es también el más extendido, la población se reúne en asambleas de barrio o distrito para proponer proyectos de inversión y para elegir a los ciudadanos que integrarán los Foros Regionales y Temáticos, así como del Consejo del Presupuesto Participativo. A lo largo del año, el Consejo trabajará junto con las autoridades municipales para elaborar los presupuestos de la ciudad, definiendo las prioridades de inversión en infraestructura y servicios públicos y estableciendo los proyectos concretos que deberán abordarse durante el año siguiente. Se ha podido comprobar que la realización de presupuestos participativos favorece la transparencia y modernización administrativa, una mudanza en las prioridades de inversión a favor de sectores más desfavorecidos, la mejora de los servicios municipales y la difusión de una cultura democrática y asociativa entre la población (Wainwright 2005; Zamboni 2007).
Otros ejemplos de
procesos participativos especiales, con un menor alcance y un carácter más ocasional, incluyen la elaboración participativa de los Planes Urbanísticos de la ciudad o los procesos de Agenda 21 –en los que se reflexiona sobre el desarrollo sostenible del municipio– utilizándose para la ejecución de todos estos procesos participativos diversas metodologías y técnicas que permiten a las autoridades establecer un diálogo con la ciudadanía. Todos estos métodos participativos, en cualquier caso, presentan tanto fortalezas como debilidades en relación a las dimensiones que han sido identificadas como importantes de cara a una participación "de calidad": su nivel de representatividad, de influencia política, su transparencia, sus costes, su grado de independencia y profundidad, etc. (Kubicek 2007). No existe, por ello, un mecanismo participativo que sea perfecto, ya que el uso de cualquiera de ellos conlleva tanto ventajas como limitaciones. Su adecuación o no para un proceso participativo concreto dependerá del contexto en que éste se realice y de los objetivos concretos que se persigan.
Existen multitud de manuales y recursos, como por ejemplo los de Font
et al. (2000), Involve (2005) y NCDD (2010), donde el lector interesado puede indagar sobre las cualidades de los diferentes mecanismos participativos, así como sobre sus diferencias. Por nuestra parte, y con el fin de entender mejor sus características generales, sus potenciales y sus problemáticas, en el próximo apartado analizaremos en detalle los denominados procesos participativos especiales, orientados a la toma de decisiones en el ámbito local y generalmente impulsados por las autoridades locales.
3. PROCESOS PARTICIPATIVOS ESPECIALES
"La verdad emerge de la discusión entre amigos" (Atribuida a David Hume, 1711-1776)
Estos procesos participativos constituyen un espacio privilegiado de participación, pues en la medida en que cuentan con la implicación de los responsables municipales tienen una especial capacidad para influir en las políticas públicas. Font y Blanco resumen sus características más importantes cuando afirman que "la gente sólo participará si el proceso participativo es ampliamente visible, si los objetivos de la participación son claros, si tienen certeza de que la participación no implicará una pérdida inútil de tiempo, si prevén que podrán expresar sus opiniones libremente y si perciben que, efectivamente, las autoridades políticas tendrán en cuenta su opinión" (Font
et al. 2006: p. 38). Para que un ciudadano participe en estos procesos debe además sentirse interesado por el asunto discutido y disponer del tiempo y la capacidad financiera y física para desplazarse al local donde tendrán lugar las discusiones. El cuadro 3 resume los aspectos más importantes que afectan a estos procesos.
Se puede considerar que un proceso participativo evoluciona a lo largo de diferentes fases, en las que se hace necesario prestar atención a distintos criterios para garantizar su éxito. En la primera fase, la
fase previa o de iniciativa, se toma la decisión de impulsar el proceso participativo y se acuerda y planifica su estructura general y su modelo de coordinación. Es un momento crítico en el que se necesita reunir el máximo de apoyos para el proceso, que garanticen su éxito posterior. Para ello, se hace necesario alcanzar un amplio acuerdo sobre el proyecto con todos los colectivos que de alguna forma participarán en su desarrollo, implicándolos en la definición y estructuración del proceso.
Los distintos colectivos y organismos han de poder sentirse partícipes y coautores del proyecto; han de quedar convencidos de que el proyecto realmente pertenece al municipio y no únicamente al "gobierno municipal" y a sus allegados. Un amplio consenso sobre la necesidad del proceso y su metodología proporcionará una mayor legitimidad, que permitirá atraer a más y más diversos colectivos ciudadanos a participar en él, al tiempo que aumentará las posibilidades de que las conclusiones alcanzadas sean de calidad y puedan traducirse en políticas públicas que lleguen a ser finalmente implementadas.
Este acuerdo entre los agentes participantes ha de darse en distintos niveles: en primer lugar, a
nivel político, entre los diferentes partidos con representación en el municipio, de forma que se promueva una cierta continuidad de la iniciativa aún en el caso de que el gobierno municipal cambie de manos. En segundo lugar, el acuerdo ha de establecerse a nivel administrativo, garantizando así un enfoque transversal e integrado dentro del sistema
participativo municipal, que implique y aúne los esfuerzos de todas las áreas involucradas del ayuntamiento y así reduzca las resistencias de cara a la implementación de los resultados. Finalmente, será también preciso el acuerdo a
nivel social, de manera que todos los grupos sociales concernidos en el proceso tomen parte activa en él desde su planteamiento. En conjunto, deberá garantizarse la debida planificación del proceso así como los recursos necesarios para su desarrollo. Por desgracia, esta fase de iniciativa es la que más suele descuidarse en los procesos participativos reales, quedando así desde un inicio comprometidas todas las fases subsiguientes del proceso.
En todo lo dicho hasta ahora queda de manifiesto la importancia de dos criterios claves que deberán caracterizar el proceso a lo largo de todas sus fases: en primer lugar, la
neutralidad organizativa y apertura, que puede promoverse mediante la creación de una comisión de seguimiento en que estén representados los distintos intereses y cuyo objetivo sea garantizar la credibilidad del proceso participativo. En segundo lugar, la visibilidad y transparencia que permitan al conjunto de la ciudadanía –y especialmente a aquellos que no participan– saber en todo momento qué es lo que está aconteciendo: cuáles son los objetivos del proceso y los temas que se tratan, quién participa, cuáles son los mecanismos que se utilizarán, de qué forma podrían participar si quisieran hacerlo, quiénes son los responsables y cuál es la capacidad de decisión atribuida al proceso.
Es asimismo importante que desde el comienzo se comuniquen con extrema
claridad y realismo los objetivos del proceso y sus limitaciones, para facilitar la tarea tanto de los gestores del proceso como de los participantes y para evitar que se creen expectativas desmesuradas que más adelante causen frustración en la ciudadanía, algo que repercutiría negativamente en el proceso y, consecuentemente, en la percepción pública del funcionamiento de la participación ciudadana en general.
La segunda etapa de los procesos participativos es la
fase de movilización. En ella se informa y convoca a los ciudadanos para que participen en el proceso, utilizando los diversos canales a disposición tanto del ayuntamiento como del resto de asociaciones y colectivos implicados: desde el envío de invitaciones por correo o la publicidad en medios locales, hasta la organización de eventos lúdico-culturales que den una mayor visibilidad al proceso. Todo ello con el objetivo de extender la participación al conjunto deseado de ciudadanos, cuya extensión variará en función del tipo de proceso participativo del que se trate. En esta fase es muy importante que se atienda a las nociones de pluralismo y representatividad. Tendremos pluralismo en la medida en que en el proceso quede representada toda la diversidad de colectivos, intereses y opiniones relevantes para la temática que se discute; tendremos representatividad en la medida en que los participantes, en función de sus perfiles sociológicos, constituyan una muestra fiel de la ciudad, que permita saber qué es lo que el conjunto de la ciudadanía quiere (Font et al. 2006: p. 36). Resulta importante que en la fase de movilización se transmita ya a los participantes ese propósito colaborativo compartido que se desea que caracterice el proceso, predisponiendo así a todos los implicados a trabajar juntos unos con otros, en pro de una visión compartida del bien común.
La tercera fase es la
fase de participación propiamente dicha, en la que se desarrollan las actividades participativas que forman el núcleo del proceso: asambleas, grupos de discusión, votaciones, etc. En la mayoría de los casos, tales actividades tienen un carácter presencial, por lo que demandarán considerable tiempo y esfuerzos de todos participantes. En esta fase hay cuatro criterios especialmente importantes. El primero, que los participantes dispongan de toda la información necesaria para poderse pronunciar con conocimiento de causa sobre los temas que se le plantean. Para ello, las informaciones disponibles habrán de ser claras, relevantes y suficientemente plurales. El segundo criterio es el de la deliberación, que implica que el debate se realice en unas condiciones agradables, estimulantes y lo suficientemente flexibles para poderse adaptar a las capacidades y necesidades de los diferentes colectivos participantes. En el debate todos deben poder expresar libremente sus ideas, sin restricciones explicitas o implícitas y disponiendo de capacidad para presentar sus propias propuestas. Finalmente, el tercer criterio se refiere a la influencia efectiva: los participantes deben poder influir realmente en el resultado final del proceso. No tiene sentido realizar procesos participativos cuando las autoridades tienen la decisión ya tomada o sobre temas para los que no se dispone de capacidad de intervención; muy al contrario, procesos como estos tienden a dañar la credibilidad de sus promotores y desincentivan la participación futura de los ciudadanos que, inútilmente, invirtieron en ellos su tiempo y energías.
La última fase es la que tiene que ver con los
efectos y resultados del proceso participativo. El más importante de todos ellos es el que le dio origen: el deseo de influir en las políticas públicas. Puesto que normalmente estos mecanismos no poseen carácter vinculante, sus conclusiones y propuestas deberán pasar por el "filtro" de los mecanismos de decisión representativos. En la medida en que el proceso haya partido de un acuerdo político, social y administrativo alrededor de unos objetivos realistas y claros, y que sus procedimientos hayan sido transparentes, neutrales, plurales y con debates de calidad, será más fácil que sus propuestas y resultados sean contemplados en las políticas públicas municipales y que, efectivamente, lleguen a ser implementados. La constitución de una comisión de seguimiento durante el proceso participativo, que evalúe y controle la aplicación del plan, puede asimismo contribuir a que todo el esfuerzo de las fases anteriores no se quede en papel mojado.
Un segundo efecto importante del proceso participativo es su potencial para promover una mayor
coherencia institucional dentro de la administración municipal. Lo normal es que los procesos participativos abarquen temas que afectan a diversas áreas del ayuntamiento, y por tanto supone un estímulo y una presión para que los distintos departamentos trabajen más coordinada y transversalmente (Prieto-Martín 2004).
La realización de experiencias participativas, finalmente, desencadenan ciertos procesos de
aprendizaje, tanto en los ciudadanos como en los políticos y los técnicos de la administración, que favorecen el desarrollo de la cultura participativa y la mejora de las relaciones entre actores municipales. En los ciudadanos se genera una mayor confianza en las instituciones públicas, lo que conlleva una mayor legitimación en las acciones gubernamentales, sobre todo cuando los procesos participativos tienen alta visibilidad para la ciudadanía, un carácter continuado y tratan temas relevantes. Puede asimismo fomentarse la toma de consciencia sobre la importancia de la acción coordinada y favorecerse así el surgimiento y desarrollo de asociaciones y redes ciudadanas implicadas en la política local, incrementándose con ello el capital social de la ciudad. Los políticos y técnicos suelen, por su parte, quedar sorprendidos por la capacidad de los ciudadanos para hacer propuestas serias y argumentadas sobre temas complejos. Así, por medio de este tipo de experiencias de participación ciudadana, va disminuyendo su "temor a lo desconocido" y van interiorizando nuevas formas de trabajar. Lo ideal sería, de hecho, que este aprendizaje facilitase el establecimiento y/o consolidación de instituciones y programas que permitan una participación ciudadana de calidad, y que no tenga tanto un carácter puntual sino continuado.
4. ESCALERAS, ESPECTROS Y SEPULCROS PARTICIPATIVOS
"Hay que controlar y dar forma a aquellos acontecimientos fundamentales que uno no puede detener" (Alexis de Tocqueville, 1856, El antiguo régimen y la revolución)
Hasta ahora hemos reflexionado sobre los distintos tipos de participación, así como sobre la estructura de los procesos participativos municipales. En este punto, creemos necesario abordar una tercera dimensión de la participación que resulta primordial: su intensidad. Hablar de intensidad, o de "niveles de participación", implica fijarse en la trascendencia que los procesos, herramientas e instituciones participativas alcanzan, valorando hasta qué punto consiguen o no ser influyentes y cuánto poder efectivo se deposita realmente en ellos.
El texto clásico de referencia a este respecto es el artículo
"Una escalera de participación", publicado por Sherry R. Arnstein en 1969. En él, la autora reflexiona precisamente sobre la relación entre participación y poder a partir de las experiencias de planificación urbana que se desarrollaban por entonces en los Estados Unidos de América. Arnstein afirma que el término "participación ciudadana" debe considerarse como sinónimo del de "poder ciudadano", puesto que "la participación sin una redistribución del poder es un proceso vacío […] que permite alegar a los detentores del poder que se escuchó a todas las partes, […] mientras toman decisiones que benefician sólo a algunas de ellas. Mantiene el statu quo" (Arnstein 1969).
Así, en su conocida "escalera de la participación", la autora distingue ocho niveles crecientes de participación, que van desde la burda "manipulación" del ciudadano por parte de las autoridades a la delegación plena del poder de decisión. Agrupa estos niveles en tres grandes categorías: la primera, de
No participación, se refiere a aquellos procesos "cuyo objetivo real no es tanto permitir que la gente contribuya en la planificación o la conducción de políticas públicas sino permitir a los administradores públicos „aleccionar‟ o „curar‟ a los participantes" sus desatinadas pretensiones. La segunda categoría es la de Participación "de fachada", que a lo largo de sus tres niveles, permite a los ciudadanos escuchar (Información), ser escuchado (Consulta) o incluso tomar un papel activo como consejero (Asesoría). Debe notarse que en todos estos casos no existe una garantía de que los puntos de vista de los participantes serán realmente tenidos en cuenta en la toma de decisiones. Finalmente viene la categoría de la verdadera Participación Ciudadana o Poder Ciudadano: es cuando las propuestas ciudadanas no pueden ser simplemente ignoradas, porque se les atribuye a los participantes no sólo voz sino capacidad de votar las decisiones. Se obtiene así un verdadero poder de negociación que, en función de la proporción de votos atribuida a los representantes ciudadanos, podrá ser minoritario (Colaboración), mayoritario (Delegación de poder) o una plena capacidad decisoria y administrativa (Control Ciudadano).
De esta forma Arnstein denuncia cómo, en el ámbito de la participación, casi nada de cuanto reluce es en verdad oro. La gran mayoría de las experiencias participativas analizadas resultan ser instrumentos sólo aparentemente participativos, que lo que pretenden es amansar la inquietud ciudadana por tener voz y ser escuchados. La auténtica participación, en cualquiera de sus tres niveles válidos, es algo más bien excepcional: así, para el escalón superior de la escalera, Arnstein no logró encontrar un solo caso de entre las 150 "ciudades modelo" que analizó, y apenas pudo citar alguna pequeña experiencia de carácter experimental.
Y es que, efectivamente, a lo largo del siglo XX, buena parte de los esfuerzos políticos realizados en torno a la participación ciudadana no han ido tanto encaminados a mejorarla y a extender su autonomía y su ámbito de utilización, como a gestionarla y dirigirla desde el marco institucional representativo. Es por ello que el artículo de Arnstein no ha perdido actualidad en los cuarenta años transcurridos desde su escritura.
Más bien, incluso se podría decir que la ha ganado. Y es que tal y como ilustra la figura 2, puede afirmarse que, pese a la creciente popularidad de la participación y pese a que cada vez sean más y más importantes los organismos que predican sus bondades, en los últimos años se ha tendido, antes que a desarrollar y hacer evolucionar las categorías propuestas por Arnstein, a involucionarlas. Paradójicamente, a medida que pasa el tiempo y aumenta la importancia de la participación, las aproximaciones conceptuales utilizadas para abordarla se vuelven más burdas y superficiales.
La influyente Asociación Internacional de Participación Pública, a través de su
"Espectro de la Participación Pública" (AIPP 2000), recorta ambos extremos de la escalera. De su parte superior se retira el escalón más alto, y queda así excluida la posibilidad de considerar el Control Ciudadano pleno como una forma viable de participación. En la base de la escalera, por su parte, se elude siquiera mencionar los escalones correspondientes a la categoría de No participación. Desaparece así cualquier referencia a ese "lado oscuro" de la participación administrativa: su frecuente utilización por parte de las administraciones públicas para manipular o desoír las opiniones ciudadanas.
Finalmente, los escalones de
Información, Consulta y Asesoría dejan de considerarse como una participación aparente o "de fachada" para consagrarse como genuinamente participativos. Como puede verse en la figura 2, al eliminar la categorización general de los escalones propuesta por Arnstein, queda también descartada esa relación entre participación y poder ciudadano que fundamentaba el modelo. El resultado es, en efecto, un anodino "espectro" –o sombra fantasmal– de la escalera original: sus cinco escalones poco diferenciados, antes que estimular el pensamiento y la práctica de la participación parece que quisieran legitimar las insatisfactorias prácticas actuales.
Pero la cosa no acaba ahí, ya que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico –integrada por los países que son considerados como los más avanzados y desarrollados del planeta–, no satisfecha con esta podadura, resolvió simplificar el modelo un poco más para ya definitivamente "sepultarlo", al eliminar sus dos escalones superiores. Tal como ilustra la figura 2, su
"Manual de la OCDE sobre información, consulta y participación en la elaboración de políticas públicas" (OCDE 2001) –texto que, por cierto, se ha convertido en referente fundamental para muchas investigaciones actuales (eg, Kubicek 2007; Naciones Unidas 2008)– propone abarcar la totalidad del fenómeno participativo en tres únicos niveles: Información, Consulta y Participación Activa. Este último e impreciso escalón de la Participación Activa –que por consistencia clasificatoria se correspondería con el escalón de Asesoría de la escalera original– queda así convertido en un "cajón de sastre" que contendrá todo aquello que no encaje dentro de las estrechas categorías de Información y Consulta.
Resulta un tanto chocante que precisamente aquello que Arnstein denunciaba como "falsa participación" sea considerado ahora como la esencia de lo participativo. De hecho, no cuesta mucho percatarse de cómo a medida que crece la importancia de la institución, más invisibles resultan en sus modelos tanto los aspectos más transformadores de la participación como sus aspectos oscuros. Si Arnstein nos advertía de que la participación auténtica es difícil de conseguir, la hiper-simplificación propuesta por la OCDE pareciera querer asegurarse de que ésta se mantenga como una utopía inalcanzable. Visualizándolo en términos orwellianos (Orwell 1949), podría parecer éste un proceso de "neo-lingualización" que, a través de la reducción de la gama de conceptos disponibles, buscase hacer inviables esas "formas díscolas de pensamiento" que Orwell llamaba "crimentales".
Antes de terminar este apartado, es importante señalar una carencia que arrastra el propio modelo de Arnstein: sus categorías implícitamente presuponen una noción dirigista, administrativa, de la participación. En su escalera es siempre la administración, los tomadores de decisión, quienes permiten y administran la participación. No tiene cabida en su escalera aquella categoría que al comienzo del módulo denominamos
Participación Autónoma. En el apartado 6 explicaremos el por qué de esta carencia y ya en el módulo 4 del curso propondremos un nuevo modelo clasificatorio capaz de superarla.
Tras este análisis de la estructura y las tipologías de la participación, contamos ya con todos los elementos necesarios para desentrañar cuál es su sentido último: qué es lo que la convierte en un fenómeno tan especial como para que nosotros consideremos que su desarrollo es fundamental para la misma supervivencia de la "humanidad", entendida ésta en su sentido más amplio.
5. EL PORQUÉ DE LA PARTICIPACIÓN
"Pesa las opiniones. No las cuentes" (Séneca, Epístolas morales a Lucilio, ~63 dC)
Al comienzo del módulo hemos mencionado de una manera informal cuáles son los efectos asociados a la participación que generalmente se invocan para justificar su uso. En este punto, conviene que los agrupemos tomando como criterio las cuatro áreas u objetivos que se pretende reforzar mediante la introducción de la participación en los procesos de formulación de políticas públicas (Involve 2005; Lukensmeyer
et al. 2006):
Gobernanza: reducir el conflicto, fortalecer la legitimidad democrática, estimular una ciudadanía activa. Mejora de la transparencia y del rendimiento de cuentas. Construir vínculos de confianza entre los ciudadanos y las instituciones políticas.
Aumentar la calidad de las decisiones y servicios públicos: conseguir mejores y más eficientes políticas y servicios públicos, que satisfagan las necesidades reales de sus beneficiarios y reflejen los valores comunitarios.
Aprendizaje y capacitación: proporcionar una base para el desarrollo de las actitudes y comportamiento político de organizaciones e individuos, contribuyendo a construir comunidades más fuertes.
Cohesión social, entendimiento mutuo y justicia social: construir relaciones, capital social y sentimiento de responsabilidad. Promover la equidad y el "empoderamiento" de los sectores excluidos.
En la mayoría de los casos las experiencias participativas consiguen sólo modestos resultados en dichos ámbitos. No obstante, si cada vez más y más organizaciones están optando por métodos participativos es porque se están percatando de que con ello consiguen mejores resultados que con el proceso tradicional de desarrollo de políticas públicas (Involve 2005). En particular, en un tiempo en que la gestión pública ha de enfrentar multitud de "problemas enrevesados", muchos políticos están tomando consciencia de que conectar directamente con los ciudadanos a los que representan puede llevar al desarrollo de mejores políticas públicas y mejor legislación, gracias a la experiencia y las competencias que los ciudadanos aportan (Coleman 2003).
La noción de "problema enrevesado"
(wicked problem, en inglés) fue acuñada por Horst Rittel en los años 70 (Rittel et al. 1973) y hace referencia a problemas caracterizados por una gran complejidad, inestabilidad, circularidad e indeterminación. No existe para ellos una solución simple, por lo que para su resolución se necesita de un proceso de deliberación efectiva, donde los consensos y acuerdos puedan emerger a través de una discusión que exponga las diferentes alternativas y los distintos intereses existentes en torno al problema. Estos procesos deliberativos constituyen, asimismo, la base para la formación de las redes de actores y los compromisos que, en muchos casos, serán requeridos para afrontar satisfactoriamente los problemas.
Como puede verse, la
deliberación adquiere una gran importancia de cara a la resolución de los problemas sociales y comunitarios, especialmente en nuestras cada vez más complejas, fragmentadas y plurales sociedades modernas. Hodge (2004) define la deliberación como "una forma particular de razonamiento y de diálogo en que ponderamos cuidadosamente los costes y consecuencias de las distintas opciones de actuación, teniendo muy en cuenta las visiones de todos los implicados". En nuestra opinión, es la noción de deliberación la que resulta fundamental para entender el sentido real de la participación ciudadana. De hecho, si tuviésemos que responder con una sola palabra a la pregunta que encabeza este apartado, nuestra respuesta sería "deliberación". ¿Por qué la participación? Porque promueve procesos de discusión deliberativa que a su vez permiten plantear soluciones viables para los problemas enrevesados que nuestras comunidades afrontan. Ése, y no otro, es el gran poder de la participación, aquello que la hace única e indispensable, y el origen de esos cuatro efectos de la participación que mencionábamos más arriba. Del mismo modo en que Arnstein aseveraba en su artículo que "participación ciudadana es poder ciudadano", nosotros afirmaremos aquí que "participación ciudadana es deliberación ciudadana".
Antes de pasar a analizar en detalle las características y los efectos de la deliberación, conviene que la situemos, con precisión, dentro del espectro de mecanismos de toma de decisiones utilizados actualmente por nuestras democracias.
5.1 MECANISMOS DEMOCRÁTICOS DE TOMA DE DECISIONES
"El individuo persiguiendo su propio interés sirve frecuentemente de forma más eficaz al interés de la sociedad que si realmente tuviese interés en servirla" (Adam Smith, La riqueza de las naciones, 1776)
De la selva Lacandona, de tierras mayas, de los labios del subcomandante Marcos, proviene esta bella definición de democracia:
"Democracia es que los pensamientos lleguen a un buen acuerdo. No que todos piensen igual, sino que todos los pensamientos o la mayoría de los pensamientos busquen y lleguen a un acuerdo común, que sea bueno para la mayoría, sin eliminar a los que son los menos"
(Castellanos 2008)
¿Pero cómo es que las democracias consiguen alcanzar esos buenos acuerdos? ¿Por medio de qué mecanismos se toman las decisiones en nuestros sistemas democráticos representativos?
En un informe publicado por las Naciones Unidas, Pratchett (2007) identifica las tres formas fundamentales que adoptan los mecanismos democráticos de toma de decisiones:
Mecanismos agregativos, como las elecciones, buscan establecer la voluntad pública agregando las preferencias de los individuos para alcanzar una decisión mayoritaria.
Mecanismos negociativos, como las asambleas comunitarias, reconocen la existencia en las comunidades de preferencias e intereses concurrentes –y en ocasiones incompatibles– y proporcionan la oportunidad para que los distintos implicados negocien entre ellos y regateen hasta alcanzar compromisos mutuamente aceptables.
Mecanismos deliberativos, como un jurado ciudadano, entienden que no todas las preferencias de las personas son fijas y buscan proporcionar oportunidades y espacios para que las ideas sean desarrolladas, cuestionadas y cambiadas por medio de un proceso de discusión y deliberación.
En la práctica, estos tres tipos de mecanismo aparecen combinados, aunque sea con diferentes niveles de desarrollo, en cualquier sistema democrático moderno. Los mecanismos de
tipo agregativo son los que proporcionan el sustrato fundamental para la toma de decisiones. Así, los referendos, plebiscitos y demás mecanismos de democracia semi-directa buscan agregar las preferencias individuales de los ciudadanos y ciudadanas entre distintas opciones –pese a que desde hace tiempo es sabido que dichos mecanismos agregan tales preferencias de una manera deficiente (Arrow 1951; Condorcet 1785)–. Es también mediante elecciones de carácter cuasi-universal que elegimos a los políticos que ocuparán los cargos ejecutivos y legislativos en los diferentes niveles de gobierno. Y de acuerdo con la mayor o menor representación obtenida en dichas elecciones será que los partidos políticos promulgarán leyes, ratificarán o rechazarán las propuestas recibidas del ejecutivo y, en definitiva, tomarán las decisiones políticas mediante votaciones realizadas en los parlamentos y en las cámaras legislativas municipales.
Lo normal es, no obstante, que para cuando se realiza una votación en un órgano legislativo, se haya hecho ya un amplio uso de
mecanismos negociativos. Esto ocurrirá sobre todo en aquellos casos en los que quien realiza una propuesta no disponga de una mayoría que le permita sacar adelante sus iniciativas en solitario. En una negociación, por definición, cada una de las partes implicadas ejercerá influencia y demandará concesiones de acuerdo a sus intereses y en función de su "poder negociador". Dicho poder negociador está muy relacionado, en política, con el número de votos que cada parte puede aportar, y con lo esenciales que dichos votos resulten en la votación. Este tipo de negociaciones políticas –que por lo general no se llevan a cabo durante las sesiones parlamentarias, sino que se fraguan en pasillos y despachos– adquieren especial relevancia en aquellos sistemas democráticos en los que ejecutivo y legislativo aparecen claramente separados. Los grupos políticos formarán por tanto alianzas y acuerdos de apoyo mutuo que servirán para desarrollar sus agendas políticas. Agendas que a su vez se basarán en la defensa de los intereses de sus respectivas "clientelas políticas", que por lo general incluyen a aquellos ciudadanos, regiones y colectivos que ayudaron a que el partido o político fuese elegido, y de cuya satisfacción depende su posible reelección.
Hay, claro que sí, otro tipo de "clientelas políticas" que tiene un carácter mucho más "sombrío". Y es que Pratchett olvidó incluir en su clasificación un mecanismo adicional de toma de decisiones que nosotros estamos obligados a mencionar aquí, ya que sería muy difícil entender el mundo en el que vivimos y el funcionamiento real de las democracias modernas si no lo considerásemos. Nos referimos a los:
Mecanismos corruptivos, como la compra de favores políticos o las prácticas clientelistas, asumen que el negocio de la política genera tremendas plusvalías personales y corporativas, e introducen el elemento pecuniario –y diversas formas de coacción– como parte de las negociaciones políticas.
Lo que diferencia a los
mecanismos corruptivos de los meramente negociativos es que subordinan las consideraciones de tipo político a los intereses personales y corporativos. Dejan así de confrontarse proyectos políticos alternativos, surgidos de las diferentes concepciones del bien público, para ceder el protagonismo al mero cálculo de rentabilidades políticas y/o económicas.
Los
mecanismos corruptivos forman parte de las que en el primer módulo denominamos "instituciones sombrías" y, como tales, funcionan "entre bambalinas", fuera del escrutinio público. Tienen un cierto carácter inmoral, pues subvierten los ideales democráticos, pero no son necesariamente ilegales. De hecho, gran parte de este trabajo corruptivo lo desarrollan los llamados "lobbys", compañías especializadas en influenciar las decisiones políticas para que favorezcan los intereses de sus clientes. Se observa que cuanto más elevado es el nivel de gobierno, mayor es el poder e influencia que los lobbys tienen, y menor el de los ciudadanos. No es descabellado por ello afirmar que en nuestras modernas democracias liberales mientras que al ciudadano apenas se le permite tener influencia política cada cuatro o seis años, en el día de las elecciones, con los lobbys ocurre justamente lo contrario: el día de las elecciones es, precisamente, su único día de descanso.
De hecho, estos mecanismos negociativos y corruptivos suelen apoyarse en otro tipo de mecanismo, que tampoco fue mencionado por Pratchett y que podríamos denominar como:
Mecanismos imperativos, como las decisiones tomadas desde un departamento técnico o por un cargo electo, permiten que aquellos que están imbuídos de autoridad (proveniente de su conocimiento experto, su cargo o cualquier otro tipo de poder) decidan autónomamente.
Estos mecanismos se refieren así al
comando o a la orden (Fung et al. 2003) y son, en realidad, el mecanismo característico de los regímenes de tipo autoritario o dictatorial, en los que frecuentemente es Dios mismo quien hace recaer su imperio sobre la persona del dictador o del monarca absolutista, que a su vez otorgará a voluntad cargos y autoridades al resto de los actores e instituciones. Es por ello que no conviene considerar a los mecanismos imperativos como un "mecanismo democrático de toma de decisiones". Sin embargo, estos arreglos encuentran un acomodo importante dentro de los sistemas democráticos, que atribuyen mucha autoridad a los expertos, a los técnicos y a las estructuras funcionariales y burocráticas del estado, aunque oficialmente se asume que el criterio político queda siempre por encima del méramente técnico.
Hasta ahora hemos comprobado cómo los mecanismos
agregativos, negociativos y corruptivos disponen de un amplio margen para desarrollarse dentro de los sistemas democráticos. Estos tres mecanismos comparten un cierto carácter "confrontativo", ya que por lo general se practican como "juegos de suma cero" en los que la ganancia de una de las partes supone una pérdida o reducción de las ganancias de alguna otra. Los mecanismos deliberativos, por el contrario, pretenden aportar elementos de creatividad, crítica y conciliación que permitan alcanzar soluciones de tipo "gano-ganas": aquellos acuerdos en los que, por medio de la colaboración, todas las partes obtienen una ganancia relativa. Es por ello que su uso, complementario al de los otros mecanismos decisorios o incluso subordinado a ellos, resulta tan importante. Aun en el caso de que una decisión se deba tomar, finalmente, por medio de un proceso de negociación, de una votación, o una combinación de ambos, la realización previa de discusiones deliberativas sirve para mejorar la calidad de la decisión, ya que permite ampliar el abanico de opciones disponibles y predispone a los decisores hacia aquellas opciones más beneficiosas.
Lamentablemente, los mecanismos deliberativos apenas tienen cabida en nuestros sistemas políticos. En estos tiempos de "política mediatizada"
(politainment, en inglés) y de banalización del discurso público la comunicación política básicamente consiste en emitir declaraciones efectistas y polémicas que puedan convertirse en titulares de los noticiarios. Ello lleva a que ni la tribuna del parlamento ni la tribuna pública de los medios de comunicación sirvan para que se desarrolle un auténtico diálogo y mucho menos, por tanto, una fructífera deliberación. Se supone que las negociaciones que hemos descrito anteriormente incluyen ciertos elementos deliberativos y argumentativos, de forma que sea el propio poder seductor de un proyecto el que atraiga los apoyos y no tanto las concesiones que llevaría asociadas su realización. Pero dichos elementos quedan claramente subordinados ante la lógica negociativa y, en cualquier caso, en estas negociaciones a puerta cerrada faltan las voces discrepantes que serían requeridas para generar una auténtica crítica. Algo similar puede afirmarse de los procesos deliberativos que supuestamente acontecen en el interior de los partidos, o de la relación que políticos y partidos mantienen, día a día, con sus votantes: no son suficientemente plurales. Los periodos electorales, por último, tampoco despiertan en los partidos políticos un verdadero deseo de deliberación para la discusión y elaboración de sus programas; los grandes partidos se mantienen mucho más atentos a los preceptos de la mercadotecnia y a las encuestas de intención de voto que a los principios de la congruencia ética y de la deliberación.
Actualmente, el único ámbito institucionalizado en el que la deliberación puede desarrollarse y tener incidencia política reside precisamente en esos espacios participativos que describimos en los apartados 2 y 3. Espacios que, como sabemos, son fundamentalmente utilizados en el ámbito local, con un carácter experimental y restringido, y que en muchos casos resultan instrumentalizados como parte de las luchas de poder y las contiendas políticas que los circundan. En conjunto, no resulta un panorama muy alentador de cara a conseguir esos "buenos acuerdos de los pensamientos" que el subcomandante Marcos atribuía a la democracia.
Hace ya más de veintiocho siglos que en su templo de Delfos el dios de la verdad y la profecía, Apolo, decidió ayudar a los humanos a tomar sus decisiones susurrándole consejos a una pitonisa que se sentaba sobre un trípode singular. Bien podría ser que los tres pies de este sagrado taburete se llamaran deliberación, negociación y agregación, como se llaman los del trípode decisional sobre el que hoy en día se apoyan nuestras democracias. ¿Hubiera podido la sacerdotisa emitir sus sabios oráculos si, como ahora, una pata hubiera estado quebrada y otra enferma de corrupción? Para poder soportar un gran peso, como el de los
problemas enrevesados que nuestras sociedades afrontan, un trípode debe poder distribuirlo equilibradamente sobre sus tres patas. Es por ello urgente fortalecer los mecanismos de toma de decisión de nuestras democracias, especialmente en su vertiente deliberativa.
5.2 CARACTERÍSTICAS Y EFECTOS DE LA DELIBERACIÓN
"El objetivo de toda discusión no debe ser el triunfo sino el progreso" (Joseph Joubert, Pensamientos, ~1824)
Profundicemos ahora en nuestra comprensión de la deliberación, sus características y efectos. Para ello, la compararemos con otros tipos de interacciones a las que todos estamos más acostumbrados, como el diálogo y el debate. En primer lugar, y en relación al
diálogo, su mayor diferencia con la deliberación estriba en el carácter "aplicado" que ésta última siempre presenta. Es decir, no se delibera sin más, por el placer de hacerlo; se delibera para resolver un conflicto o un problema, o para coordinarse de cara a la realización de un proyecto. Mientras que el diálogo promueve básicamente el "entendimiento" y el mutuo conocimiento de los participantes por medio del intercambio de sus puntos de vista, a través de la deliberación se busca alcanzar un acuerdo sobre el mejor curso de actuación conjunta. Se analiza el problema desde tantas perspectivas como sea posible y se busca no tanto acordar una solución "óptima" y "consensuada por todos" –algo que en la práctica resultaría casi imposible de alcanzar (Jorba Galdós 2008)– sino más bien "confluir" hacia una comprensión enriquecida de los problemas y de los intereses que se comparten, para así poder elaborar los compromisos requeridos para acordar un plan de acción que sea factible y razonable (Hodge 2004; Kadlec et al. 2007).
La diferencia entre deliberación y
debate tiene que ver, en cambio, con el carácter oposicional con que se desarrolla este último: por medio del debate se pretende ante todo mostrar que el otro se equivoca, reafirmando con ello al mismo tiempo nuestras propias convicciones. Se escucha al otro, en todo caso, para encontrar fallas en lo que dice y poder así construir contra-argumentos. La deliberación, sin embargo, tiene un carácter netamente colaborativo y busca elaborar un entendimiento común. Se escucha al otro para entenderle y desde dicha comprensión re-evaluar las propias asunciones y profundizar en la resolución del problema. Se asume que las piezas necesarias para construir una solución factible para un problema complejo se encuentran, de facto, repartidas entre mucha gente, y se busca construir relaciones que permitan un fructífero trabajo conjunto. Mientras que en el debate se despliega el mejor conocimiento que uno tiene para defender su validez, en la deliberación se comparte ese mismo conocimiento con la intención de mejorarlo (Hodge 2004).
Los procesos participativos promovidos por las autoridades públicas serán deliberativos cuando más allá de permitir la expresión y reafirmación de las opiniones de los ciudadanos, favorezcan la formación y maduración de dichas opiniones. Deberán promover que los ciudadanos escudriñen, discutan y sopesen las distintas opciones y valores implicados en el problema (Coleman
et al. 2001). Entre las características que han de cumplir los procesos de deliberación pública cabe destacar las siguientes: acceso a información equilibrada, una agenda abierta y flexible, tiempo para abordar en profundidad los temas, ausencia de manipulación y de coerción, participación de una muestra inclusiva de ciudadanos, la existencia de un marco transparente de reglas para la discusión, el apoyo de facilitadores que acompañen el proceso, contar con margen para la libre interacción entre los participantes y, finalmente, un manifiesto rechazo a los prejuicios clasistas que no obstante sea compatible con el reconocimiento de las diferencias entre los participantes (Coleman et al. 2001).
A partir de la descripción que en el apartado 3 realizamos de los "procesos participativos especiales", y tomando en cuenta todo lo que hemos reflexionado hasta ahora, resulta fácil concluir que los procesos de deliberación pública son un plato más bien exquisito, cuya elaboración requiere no sólo de "ingredientes" especiales que casi nunca –a día de hoy– están disponibles, sino también de grandes esfuerzos políticos, administrativos y ciudadanos. Resulta por ello difícil establecer cuáles son los "efectos de la deliberación", ya que los investigadores todavía no cuentan con certezas claras sobre sus efectos en los participantes y en sus actitudes. Ello se debe a la dificultad de comparar entre sí, sistemáticamente, unas experiencias participativas que difieren mucho en sus características y en las del entorno en que acontecen, y a que –como sabemos– muy pocas veces estas experiencias son auténticamente deliberativas. No obstante, diversos estudios vienen observando que la deliberación pública, cuando es de calidad, permite a los ciudadanos reflexionar críticamente sobre sus propias visiones, actitudes, intereses y compromisos, contribuyendo así al desarrollo de su capacidad cívica (Kadlec et al. 2007) y provocando transformaciones de sus preferencias, que a través de los procesos deliberativos se vuelven más informadas y estructuradas (Jorba Galdós 2008). La deliberación hace que las personas identifiquen inconsistencias entre las acciones y los discursos y razonamientos que supuestamente las sustentan, lo que motivará que se busquen perspectivas más generales, en muchos casos de carácter moral, que permitan resolverlas. Este proceso de cuestionamiento lleva a los participantes a desarrollar un entendimiento social y político más sofisticado, que motiva en ellos cambios de actitudes y refuerza sus inclinaciones sociales y cívicas (Muhlberger 2005).
Por otro lado, el número creciente de experiencias deliberativas que se vienen desarrollando en todos los niveles de gobierno sugiere que cada vez se valora más la deliberación como una técnica legítima y efectiva para que los gobiernos colaboren con los ciudadanos en el desarrollo de políticas públicas y en los procesos de toma de decisión (Lukensmeyer
et al. 2006). A pesar de que la mayoría de estas experiencias acarrea serias deficiencias, no podemos dejar de señalar cómo, aunque sea tímidamente, está abriéndose el abanico de la experimentación y el aprendizaje en este ámbito.
6. PROBLEMAS Y BARRERAS DE LA PARTICIPACIÓN
"Se precisa una ciencia política nueva para un mundo totalmente nuevo" (Alexis de Tocqueville, La democracia en América, 1835)
Como vemos, a los mecanismos deliberativos les está costando mucho ocupar un espacio institucional importante dentro de nuestros sistemas representativos, incluso en el propio ámbito local. Resultaría tentador achacar esta dificultad a las reticencias de las "élites" que, acomodadas y favorecidas por el
statu quo, se dedican a entorpecer o a no apoyar las iniciativas participativas. Cierto es que, como vimos en el apartado 3, resulta difícil que los procesos participativos prosperen si no cuentan con el apoyo decidido del liderazgo político, administrativo y social. Sin embargo, las explicaciones de tipo conspirativo no se bastan para explicar por sí solas los problemas de la participación. Se hace necesario reconocer, en cambio, que son varios y variados los obstáculos que la dificultan. Así, podríamos afirmar que la mayoría de sus problemas tienen que ver, más que con la resistencia de las élites, con su misma naturaleza compleja y perturbadora. Y es que, de por sí, la participación ciudadana plantea unas exigencias enormes a todas las personas implicadas en ella, ya sean ciudadanos, políticos o funcionarios. Unas exigencias que éstos, a día de hoy, no consiguen satisfacer. Podría por ello afirmarse que son nuestras mismas sociedades las que no están aún maduras para afrontar las dificultades y asumir los desafíos que la deliberación pública acarrea.
6.1 LA SOCIEDAD "APARTICIPATIVA"
"Los problemas significativos que afrontamos no pueden solucionarse en el mismo nivel de pensamiento en el que estábamos cuando los creamos" (Albert Einstein, 1946)
Debemos ser conscientes de que nuestras sociedades, en su gran mayoría, han evolucionado en el marco de sistemas políticos autoritarios o, a lo sumo y recientemente, en el marco de sistemas de democracia representativa, en los que la participación de los ciudadanos se limita a la selección de sus gobernantes. Nuestras instituciones más importantes, por tanto, no han sido diseñadas para facilitar la práctica de la deliberación, sino más bien para lo contrario: nuestros ordenamientos legales y la organización burocrática del aparato estatal dificultan la participación antes que potenciarla; nuestras instituciones políticas recelan de cualquier posible pérdida o disolución de su poder, y expresamente procuran restarle importancia a los mecanismos participativos, volviéndolos inoperantes; por su parte, nuestro modelo económico y social, de carácter consumista, obliga a los ciudadanos a dedicar la mayor parte de su tiempo a quehaceres laborales y "productivos", concediéndoles el tiempo y la energía justos para desarrollar una vida familiar satisfactoria, e impidiéndoles dedicar al desarrollo de su ciudadanía el tiempo y la atención que una participación de carácter presencial exige.
Muchos de los lectores habrán escuchado ya aquel viejo adagio de que
"a participar se aprende participando"; pero resulta que es la propia dinámica de nuestras sociedades la que nos impide adquirir tal práctica. Nuestra vida se desarrolla, por lo general, inserta en estructuras jerarquizadas, como la escuela, la universidad, la empresa o las instituciones políticas representativas, donde la participación se ve muy limitada y donde se promueve antes la confrontación defensiva de las ideas, que su asociación creativa. Es por ello que nos cuesta tanto discutir de forma constructiva, reconocer que la otra persona tiene también parte de razón o atrevernos a cambiar de opinión. Lo que enfrentamos, en definitiva, es un problema de tipo cultural y formativo: la educación que han recibido los ciudadanos, los funcionarios y los políticos no les ha preparado para discurrir de forma deliberativa. Es duro admitirlo, pero lo cierto es que nuestros sistemas educativos potencian la competitividad antes que la colaboración, las perspectivas individualistas antes que las colectivas, la inmediatez antes que la visión a largo plazo y el egoísmo antes que la responsabilidad. Así las cosas, pretender que los ciudadanos puedan ejercer de "hábiles deliberadores" sería como sacar del cuadrilátero a una pareja de boxeadores profesionales y confiar en que harán un buen número sobre el trapecio de un circo.
Es necesario, por todo ello, que acontezcan "procesos de aprendizaje" que vayan poco a poco acrecentando la "cultura participativa" de políticos, instituciones gubernamentales y ciudadanos (Prieto-Martín 2004), lo que a su vez posibilitará que los marcos organizativos, institucionales y legales de las administraciones públicas evolucionen y se tornen compatibles con formas más integradoras de política. Estos procesos de aprendizaje habrán de apoyarse necesariamente en una paulatina y creciente experimentación participativa, que se deberá desarrollar en los diferentes espacios públicos y de socialización ciudadana, entre los que se incluye también el entorno laboral y, muy especialmente, el propio sistema educativo. Como sabemos, la evolución de las prácticas sociales se produce lentamente, pues por lo general requiere que los cambios en las mentalidades individuales vayan, poco a poco, permeando hacia los espacios políticos, organizacionales y legales. Hasta que ello acontezca, tal y como ilustra la figura 3, todas estas "incompatibilidades" que hemos descrito seguirán reforzando ése que nosotros consideramos como el principal problema de la participación ciudadana, a saber: que
NO FUNCIONA.
"La participación no funciona"
es una afirmación categórica que, sin duda, merecería ser matizada; pero conviene tenerla siempre presente para no perder de vista nuestra realidad, y que no olvidemos que la participación, en el mejor de los casos, apenas funciona. Lo cierto es que, a día de hoy, resulta muy difícil conseguir una participación de calidad, y demasiado fácil manipularla o hacer un mal uso de ella; para que una política participativa resulte exitosa se requieren grandes dosis de sagacidad y denuedo que permitan resolver –o cuanto menos atenuar– los muchos problemas que la participación ciudadana acarrea.
6.2 EL CÍRCULO VICIOSO DE LA PARTICIPACIÓN
"Hasta que no tengan conciencia de su fuerza no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado no serán conscientes. Éste es el problema" (George Orwell, Mil novecientos ochenta y cuatro, 1949)
Además de los desajustes generales que acabamos de mencionar y que se derivan del desencaje que existe entre las grandes demandas que la participación plantea y los moderados niveles de desarrollo democrático de nuestras sociedades, hay muchas otras problemáticas concretas que suelen atribuirse a la participación.
La participación ciudadana, a lo largo de todo el siglo XX, se ha distinguido por su marcado carácter presencial: por lo general se ejecuta mediante reuniones en las que los participantes se encuentran físicamente unos con otros. Como consecuencia de ello, entre los
problemas intrínsecos de este tipo de participación debemos considerar, en primer lugar, que ésta resulta no sólo singularmente compleja a un nivel logístico y metodológico, sino también muy costosa para todos los participantes, tanto en términos monetarios como de esfuerzo personal. De manera similar, siempre es difícil lograr que la participación sea representativa, plural, informada, respetuosa o deliberativa; como sabemos, todas estas condiciones son requisitos esenciales de una participación de calidad. Hemos de ser conscientes, finalmente, de que cuantas más personas toman parte en un ejercicio participativo mayores serán también todas estas dificultades, pues se hace aún más ardua tanto la consecución de una deliberación fructífera como la agregación de los resultados del proceso.
Como
problemas extrínsecos de la participación cabría mencionar, de manera similar, multitud de cuestiones que no tienen tanto que ver con la participación en sí sino con cómo ésta suele ejecutarse. La mayoría de estos problemas se derivan del hecho de que, por causa de la naturaleza compleja y costosa de la participación presencial, resulta casi obligado que la iniciativa y la organización de las experiencias participativas quede en manos de las autoridades políticas y administrativas. Como sabemos, las autoridades padecen un grave conflicto de intereses en relación a la participación: por un lado desean mostrarse cercanos al ciudadano y anhelan dotar a sus decisiones de esa mayor legitimación que la participación proporciona, pero al mismo tiempo –en muchos casos por causa de su desconocimiento de los potenciales y técnicas participativos– la temen y desconfían de ella. En la mayoría de los casos, sólo se tolera el abordaje participativo de una cuestión con la condición de que no se pongan en cuestión las prerrogativas de los técnicos y políticos. En definitiva: no se desea que la participación, realmente, funcione.
No debe pues sorprendernos que la participación se haya caracterizado hasta la fecha por el alto grado de
arbitrariedad con que se la convoca y emplea. Como consecuencia de que sus organizadores frecuentemente manipulan tanto su diseño como su ejecución, para así favorecer ciertos resultados y dificultar otros, la participación tiende a ser "persuasiva" antes que "deliberativa" (Kadlec et al. 2007), y es muy fácil que resulte contaminada por las circunstancias políticas en que acontezca, como por ejemplo el caso de que las elecciones estén próximas. La combinación de temáticas irrelevantes con una gran inoperancia y falta de efecto –en la mayoría de los casos la autoridad sólo reconoce y acata aquellos resultados que le convienen– provoca un desinterés generalizado en la participación, lo que incrementa el riesgo de captura de los procesos participativos, ya sea por parte de sus impulsores o de otros grupos organizados (Coleman et al. 2006). Puesto que no hay un verdadero deseo de desarrollar formatos de participación que alcancen a desafiar el statu-quo, se desincentiva el surgimiento de formas participativas que sean autónomas y sustentables; muy al contrario: los procesos participativos impulsados desde las administraciones suelen hacer un uso ineficiente de recursos y, en muchos casos, provocan en los ciudadanos una saturación por malas experiencias.
Como se ilustra en la figura 3, puede por ello efectivamente hablarse de un
monopolio político-administrativo de la participación ciudadana: son las autoridades, ese Estado que Hobbes retratara como un terrible "Leviatán" (Hobbes 1651), las que deciden quién, cuándo, cómo, sobre qué y para qué se participa, concentrando así en sus manos el virtual control de la oferta participativa. Según la teoría económica los monopolios provocan una distorsión de la producción de un determinado bien, que a su vez ocasiona un ajuste sub-óptimo entre su oferta y su demanda: para maximizar el beneficio del monopolista se produce menos, y más caro, de lo que los consumidores demandan. Algo parecido ocurre en nuestro caso. El control político-administrativo de la participación –que se deriva de las "barreras de entrada" que suponen los altos costes y la complejidad organizativa de la participación presencial– restringe cuantitativa y cualitativamente la "oferta participativa", incrementando artificialmente el esfuerzo demandado de sus usuarios, al tiempo que se desincentiva la innovación y se reduce el beneficio o utilidad que podrían obtener de ella.
La causa de que no haya más participación no parece deberse, como gustan de afirmar muchos políticos, a que no exista suficiente demanda ciudadana de ella, sino más bien a ese déficit de
"atractividad" que aqueja a la oferta participativa gubernamental (Klages 2007; Klages et al. 2008). Al demandarse de los ciudadanos un enorme esfuerzo –esfuerzo que por lo general, además, parece no servir para nada– se mina su motivación para participar. Se dificulta así enormemente la consecución de esa masa crítica participativa necesaria para obtener los niveles de representatividad y legitimidad requeridos para que la participación tenga un auténtico impacto.
Como vemos, todos estos problemas que hemos analizado –las
incompatibilidades generales entre sociedad y participación, junto con sus problemas intrínsecos y extrínsecos– se configuran en una suerte de "círculo vicioso" que viene a reforzarlos y que dificulta así, aún más, la participación ciudadana. Puesto que, como afirmamos inicialmente, la participación ciudadana "no funciona", tampoco consigue motivar; y como no motiva, no puede alcanzarse la masa crítica que la haría funcionar; y con ello se ha vuelto al inicio del círculo vicioso de la participación.
"El desasosiego y la insatisfacción son el prerrequisito del progreso" (Thomas Edison, ~1910)
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